A los pies de las majestuosas montañas del Atlas, se encuentra una explosión para los sentidos: colores vivos, olores intensos, sonidos peculiares y una gastronomía marcada por las especias. Hablamos de Marrakech, cuyo nombre significa tierra de Dios en árabe. Sus diferencias respecto a todo aquello a lo que estamos acostumbrados pueden asustar al principio incluso a los menos conservadores, pero a medida que te pierdes por el laberinto de sus calles una y otra vez –literalmente–, Marrakech acaba por seducirte.

Hoy nos hemos propuesto desnudaros la ciudad de Marrakech, tan cercana y a la vez tan misteriosa

Empezaremos nuestro recorrido por el corazón de la ciudad: la plaza Yamaa el Fna (la encontraréis escrita de mil formas). Probablemente sea el rincón más conocido de la ciudad, el más fotografiado y el más turístico y lo es con razón. Y es que se trata de una plaza en la que todo puede pasar: aquí puedes cruzarte con encantadores de serpientes, monos saltarines, vendedores de dentaduras postizas de segunda mano, acróbatas y bailarines, maestros dando discursos, cuenta-cuentos e incluso asistir a un combate de boxeo en un ring improvisado… En definitiva, una magnífica locura que la UNESCO declaró Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2001.

Una vez allí, y cuando os entre el hambre, no olvidéis subir a la azotea de algún café de la plaza y admirar el espectáculo desde las alturas mientras probáis la pastela, un pastel de hojaldre, pollo y verduras que sabe dulce y salado a la vez. Pero para la sed, lo mejor será uno de los zumos de naranja recién exprimidos que podréis encontrar en los más de 30 puestos de la plaza. Es la bebida estrella en Marrakech y por 3 dirhams (30 céntimos de euro) tendréis uno de tamaño pinta. Pero dejad que os demos un consejo, esta plaza es un lugar único que cambia de aspecto a lo largo del día, así que os recomendamos que os acerquéis hasta ella tantas veces como podáis, ¡siempre descubriréis algo distinto!

Continuaremos el recorrido sin movernos de la Medina, donde os proponemos adentraros en el gran zoco de Marrakech. En este inmenso laberinto os parecerá que no existe el tiempo y pasaréis horas y horas regateando; por una alfombra, por una pieza de artesanía, por una chilaba… En esta meca del regateo encontraréis de todo. Y cuando os canséis de regatear, id en calesa al barrio de los curtidores, donde se dedican al tratamiento de las pieles de animales para su posterior venta. Creednos que agradeceréis que os den unas hojas de hierbabuena nada más llegar (a cambio de unas monedas), para que el olor no acabe con vosotros.

A escasos metros de la plaza Yamaa el Fna, ajena al ajetreo, se encuentra la mezquita de la Koutoubia, la más importante de Marrakech. Con más de 70 metros de altura y 900 años de historia, es la eterna vigilante de la plaza, tanto de día como de noche –cuando se ilumina y sus ladrillos adquieren un tono rosado, típico de Marrakech-. Su nombre, que significa “mezquita de los libreros”, se debe a los numerosos puestos de libros que la rodeaban en sus primeros tiempos. Os recordará a La Giralda de Sevilla, y es que ésta fue construida unos años después, siguiendo el modelo de la Koutoubia. Es una pena, pero la entrada al minarete de la Koutoubia está prohibida a los no musulmanes –al igual que el resto de las mezquitas de la ciudad–, así que deberéis conformaros con verla desde fuera.

No obstante, la mayoría de los tesoros de Marrakech se encuentran tras muros y puertas. La Medersa Ben Youssef no es una excepción. Esta madraza (escuela musulmana donde se estudia el Corán), construida hace 450 años y con capacidad para 900 estudiantes en su época, es la más grande de Marruecos. Actualmente no está en funcionamiento como tal, pero se pueden visitar sus instalaciones, que está en muy buen estado. Todo el edificio gira alrededor de un gran patio de abluciones (lavados para purificar el cuerpo y el alma antes de los actos religiosos), sin duda el lugar más bonito de la madraza y que seguramente a muchos os recordará a La Alhambra de Granada. Los lugares de culto y oración exquisitamente decorados –con relieves en las paredes, mosaicos y arcos bellísimos– contrastan con las 130 habitaciones donde se alojaban los estudiantes, sobrias hasta el punto de parecer más bien celdas.

Otros bellos ejemplos de la arquitectura local se encuentran al sur de la Medina. Por un lado, las tumbas Saadíes, que pese a no estar muy cuidadas, son una parada obligatoria más de la ciudad. Allí está enterrada la familia de la dinastía Saadí que reinó a finales del siglo XVI, y en sus jardines hay alrededor de 100 tumbas de algunos de sus sirvientes y guerreros. Lo curioso es que no fueron descubiertas ¡hasta 1917!

Y, por último, queremos hablaros de un lugar idílico: los jardines Majorelle, creados por el pintor francés Jacques Majorelle en 1931, alrededor de una mansión art decó que era también su estudio de trabajo. Cuando los primeros rayos de sol tiñen Marrakech de un color rosado, en estos jardines botánicos la luz se vuelve de mil colores; azul sobre todo –un azul que, de hecho, lleva el nombre del artista. Palmeras, cactus gigantes, buganvillas, fuentes y preciosos estanques conforman esta especie de oasis en medio del ruido de la ciudad, como le gustaba decir al diseñador Yves Saint Laurent, que se enamoró de este lugar en los años 60 y más tarde, en 1980, lo compró para evitar que acabara convertido en un resort hotelero. Era su refugio, donde se escapaba en innumerables ocasiones del estrés de la moda, y sobre estos jardines se esparcieron sus cenizas cuando falleció.

Así que ya sabéis, venid a Marrakech a descubrir la magia de la plaza Yamaa el Fna, probad suerte regateando en el zoco, admirad el minarete de la Koutoubia, visitad los contrastes de la madraza Ben Youssef, y perderos en los idílicos jardines Majorelle. Nosotros somos unos enamorados de la ciudad y de Marruecos, así que si queréis viajar con guías experimentados en la zona, ya lo sabéis ¡venid con Buena Ruta!

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